Por Isabella Velásquez Ordoñez
Los golpes con adjetivos se cotizan al alza en la política colombiana: golpes blandos, golpes judiciales, golpes de Estado y, desde diciembre, golpe con golpe. Ni somos los primeros ni seremos los últimos. La amenaza de golpes de Estado es menor que nunca en la historia: durante la década de 1960 se reportaron cerca de dieciséis intentos de golpe anuales; hoy son menos de cinco, y además altísimamente infrecuentes en América Latina (1). No hay alarma alguna en esos datos.
La denuncia de la ruptura democrática, en cambio, es terreno fértil para el debate público; un espacio donde lo importante no es definir si hay un golpe de Estado en Colombia. Sabemos que no lo hay. Pero cuando la incertidumbre política se convierte en inmovilismo de ejecución, la controversia es un fin en sí mismo. Sorprende que nos sorprenda.
Hace casi una década, en 2016, la entonces presidenta Dilma Rousseff afirmó que el juicio político en su contra era ilegítimo e ilegal; un golpe encubierto liderado por la élite opositora brasileña para entorpecer su agenda de cambio. La respuesta también fue similar al caso de Petro: una polémica zanjada sobre la tecnicalidad de la norma, la disección de competencias judiciales. El oficialismo insistió en que las acusaciones no tendrían asidero para desbancar a una funcionaria elegida popularmente. Sin embargo, el Congreso votó a favor del juicio político y Rousseff fue apartada de su cargo.
El resto es historia: la posterior elección de Jair Bolsonaro enfatizó la crisis de los valores democráticos en la región, mientras que, paradójicamente, reafirmó el valor de las instituciones electorales para la alternancia del poder.
Y aunque llegamos tarde a una controversia que lleva al menos una década en nuestro vecindario, hablar de un golpe de Estado en Colombia nos sacude el piso. Quizá porque preferiríamos ser un país en conflicto armado antes que autodenominarnos como un país no democrático.
Ahí hay un acierto en la provocación del gobierno: punzar en esa debilidad, en ese miedo —si se quiere— para crear una polémica que le favorece porque le da tiempo: tiempo de discutir, de buscar culpables, de alcanzar logros. Tiempo que oxigena su fatiga por el momento. También se encuentra en ese lugar la debilidad de la oposición: morder el anzuelo para entrar en una espiral que no tendrá final, una quimera que por ahora no tiene motivos, pero podría llegar a tenerlos, porque el futuro es incierto. En todo caso, la narrativa precederá al hecho. Una profecía autocumplida.
Sorprende que nos sorprenda porque no hay golpe blando, es altamente improbable que suceda, y entrometerse en una especulación como esta solo es una oportunidad para el gobierno. Pero, sobre todo, decepciona, porque desconociendo esta obviedad, el Consejo Nacional Electoral prefirió el camino de la controversia mediática antes que el de la mesura y la rigurosidad jurídica, apegada a sus competencias. Al final, en palabras de Darío Echandía, hemos sido y seguimos siendo un orangután con sacoleva.
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