Por: Belén Garzón
En los últimos años, los deepfakes han irrumpido en el ciberespacio, no como meros juguetes tecnológicos, sino como herramientas de una violencia digital perversa. Estos archivos generados mediante inteligencia artificial —imágenes, videos o audios— logran suplantar identidades y reconfigurar lo concebido como realidad. También se han convertido en un nuevo mecanismo de violencia de género, ocultando las huellas de un sistema que disfraza el daño bajo la máscara de lo intangible.
Pero, ¿qué es exactamente un deepfake? En pocas palabras, es un contenido multimedia que parece real, pero es una construcción artificial. Hoy, la inteligencia artificial permite que con solo una foto y unos cuantos comandos se pueda generar un deepfake en alrededor de 25 minutos, según el informe de Security Hero de 2023.
En otras palabras, cualquier persona con acceso a tus redes sociales puede crear una versión falsa de ti y hacerla circular sin tu consentimiento. La distopía es hoy.
Y lo peor es que, bajo la lógica retroalimentativa del capitalismo y machismo, este fenómeno afecta en mayor frecuencia a las mujeres, adolescentes y niñas. Según el mismo informe, los deepfakes han aumentado un 550% entre 2019 y 2023, y de ellos, un alarmante 98% son pornográficos. Aún más inquietante es que las mujeres son las principales víctimas: el 99% de los deepfakes pornográficos tienen como objetivo a mujeres. Esto es una realidad que el ciberfeminismo ha denunciado desde hace años: el internet no es un espacio neutral. Es, más bien, la expresión más cruda del capitalismo, donde todo, incluidas las imágenes y las palabras, es susceptible de ser consumido.
Es aquí donde entra en juego el ciberespacio como un terreno perverso, un mercado donde lo tangible y lo intangible se entremezclan de manera insidiosa. El biocapitalismo ha encontrado en lo digital una nueva forma de fragmentar la realidad, desdibujando las fronteras entre lo real y lo ficticio, lo auténtico y lo manipulado. Bajo esta lógica, las imágenes y los cuerpos femeninos se convierten en mercancías, objetos de consumo que pueden ser alterados y distribuidos sin control alguno por parte de las mujeres que son representadas en ellas.
Imagina esto: despiertas una mañana, abres tu teléfono y descubres un video tuyo circulando en internet, pero tú nunca lo grabaste. Esa imagen, ese cuerpo que aparece en la pantalla, no es tuyo, pero es lo suficientemente convincente como para que los demás lo crean. No es ficción, ni realidad: es algo que desafía esas categorías.
Este es el escenario que enfrentan las víctimas de deepfakes pornográficos. Una realidad manipulada que tiene efectos devastadores en su vida, porque aunque esas imágenes no sean “reales”, el daño que causan lo es.
El caso de una víctima que encontré en mis investigaciones sigue resonando en mi cabeza. Ella relataba cómo, al ver el video falso que había sido difundido, llegó a dudar de sí misma. ¿Acaso había grabado eso? ¿Era su cuerpo o una creación digital? La desorientación que experimentaba era extrema. Y es que, cuando lo intangible —un archivo de video, una imagen falsificada— tiene el poder de distorsionar nuestra percepción de la realidad, la línea entre lo real y lo no-real se vuelve borrosa. Este es, quizás, el triunfo más retorcido del capitalismo extendido al ciberespacio: generar confusión para ocultar la violencia.
Porque, aunque no lo parezca, este debate sobre lo real y lo ficticio no es solo un dilema filosófico abstracto. Tiene consecuencias concretas para las víctimas de estas prácticas. Por ejemplo, para el derecho penal al decidir si este fenómeno es objeto o no de criminalización. Vivimos en una era en la que las representaciones digitales, aunque inmateriales, pueden causar daños profundamente tangibles. El ciberespacio se ha convertido en un campo de batalla donde las mujeres son despojadas no solo de su agencia sobre sus cuerpos, sino también de su imagen, fragmentada en múltiples versiones que circulan sin su control.
Los deepfakes son solo el síntoma de un problema más profundo: el internet es un espacio donde todo es susceptible de ser convertido en mercancía, y las mujeres son las principales víctimas de este proceso. Y es que el ciberespacio es perverso precisamente porque explota esta confusión entre lo real y lo no real para perpetuar las desigualdades. En este entorno, lo digital y lo físico no son esferas separadas; están intrínsecamente conectadas. Lo intangible —en forma de datos y representaciones digitales— tiene el poder de influir y transformar nuestra experiencia tangible de maneras que nunca antes habríamos imaginado.
Esta fragmentación de la realidad representa una amenaza para nuestra concepción tradicional de la identidad y la privacidad. Los cuerpos e identidades ya no están confinados al ámbito físico; existen como datos en un sistema que puede ser alterado y manipulado sin el consentimiento de los individuos. Para las mujeres, esto significa una vulnerabilidad constante en un espacio donde su agencia, tanto física como digital, es continuamente socavada.
El ciberespacio, como extensión perversa del capitalismo, ha convertido lo intangible en un arma insidiosa contra la realidad. Los deepfakes no solo difuminan las fronteras entre lo real y lo falso, sino que también perpetúan una violencia de género sistémica que afecta desproporcionadamente a las mujeres. En este terreno digital, la manipulación no es solo una cuestión técnica; es un acto de poder y control que fragmenta.