Nuestra forma de hacer el amor

Por Alejandro Villanueva

Hay momentos en los que el sentimiento es tan abrumador que necesita salir de inmediato, sin espera, sin filtro. Es un falso sentido de urgencia que me obliga a escribir en mitad de la Séptima, arriesgándome a que me roben el celular y, con él, mis conversaciones con políticos, expuestas después en un confidencial de Semana y en un organigrama de la Silla Vacía.

¿Qué me llevó a esto? Soñé con ella. Con la que me gusta, con la que me encanta. Mi Merlano a mi Char, mi Arendt a mi Heidegger. Una de esas protagonistas de amores clandestinos que, si la sociedad barranquillera llegara a enterarse, costarían una curul en el Senado.

¿La conozco? No. No sé cuál es su color favorito ni sus miedos. Tampoco su orientación política, aunque por su mirada diría que alguna vez se dejó engañar por Petro, y se va dejar engañar por Fajardo en el 2026.

Hemos hablado de política y, en medio de la conversación, del poder. Ese veneno vil y adictivo que engancha más que el perico o el caso de nuestro presidente, el tinto. Porque hablar de poder era la excusa para verla. Bailábamos en torno a él o, más bien, a quienes lo ostentan, por veinte, a veces treinta minutos. Digamos que era nuestra forma de hacer el amor. Luego, cada quien seguía con su vida: ella a aprender, yo a intentar dejar de fumar.

¿Por qué no lo intento? Tengo un problema, no sé si grande o pequeño. Pero cualquiera que me busque en redes verá cómo estoy amenazado de muerte por narcos, paramilitares, políticos y uno que otro gomelo uniandino. Para algunos suegros, descubrir que el novio de su hija es petrista es suficiente para verlo como el karma de haberle puesto los cachos a la novia del colegio. Ahora imagínese si, al indagar un poco más, encuentran que el pretendiente es—según los medios—líder de la Primera Línea, petrista, enemigo de Laura Sarabia y de uno que otro narco. No, pues ahí sí terminan convencidos de que no soy solo el karma de su hija, sino el del abuelo también, por haberse robado esas tierras en la época del doctor Ospina Pérez.

Sí, en Colombia hablar cuesta la vida. Pero, ¿qué pasa con la vida misma? ¿Qué pasa con quienes tenemos el privilegio de hablar sin que nos maten? No quiero hacerme la víctima, pero este país es una vergüenza cuando se trata de proteger la vida del periodismo local, ese que se mete con la mafia y no tiene cómo defenderse. Yo, al menos, puedo mirarlos a los ojos y decirles que la plata con la que el perico le paga los lujos a su novia viene de la mafia. ¿Pero el resto? No, no es victimismo—aunque admito que sería una buena estrategia. Cuando me saquen en La Silla Vacía, tal vez me victimice. Hoy no. Hoy soy un gomelo que, a pesar de sus privilegios, sabe que en Colombia hablar tiene un precio. Yo he pagado muchos. Pero creo que hay uno que pocos notan: el precio de perder lo que nunca fue.

Nunca podré bailar con ella, pelear con ella, abrazarla. Ni siquiera sé si fui exitoso en la conquista, pero tampoco tuve la oportunidad de experimentar el rechazo, porque cuando el silencio es la respuesta, no hay rechazo que valga.

“Si hubiese nacido en otro país…” Es un pensamiento recurrente. ¿Estaría besándola ahora mismo? No lo sé. Pero al final, persisto. Persisto por todos esos amores que nunca fueron, o al menos el mio, porque si, estoy rabón.

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