Reescribir la historia

Por Sebastián Londoño

Era septiembre de 2012 cuando el presidente Juan Manuel Santos anunció su decisión de iniciar un diálogo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP).

Aquella decisión sorprendió a un país que, durante diez años, había alimentado  una narrativa que reducía la violencia en Colombia a un grupo de bandoleros y criminales, alejados de cualquier causa política, y cuyo único objetivo era lucrarse del narcotráfico. Esa misma narrativa afirmaba que la eficaz acción del Estado estaba cerca de derrotar con violencia a los violentos, lo que ponía en duda la necesidad de abrir un diálogo con estos grupos.

La decisión de Santos no solo implicaba frenar las hostilidades en un país marcado por la barbarie, también reconocía algo que varias élites políticas y económicas llevaban años tratando de borrar: que el origen de este conflicto es político, basado en un pulso de poder por reivindicaciones y visiones políticas.

Negociar significaba reescribir la historia y confrontar esa narrativa. Implicaba reconocer que grupos como las FARC, el ELN, el EPL, el M-19 y muchos otros surgieron en respuesta a un Estado y unas élites políticas que insistían en construir un sistema excluyente, que negaba a los movimientos de izquierda y, por ende, a amplios sectores sociales. Se acallaron sus demandas sindicales, su lucha por el acceso a la tierra, su reconocimiento como pueblos diversos en lo étnico y racial, y sus aspiraciones de participar en las decisiones del país.

Sin duda, lo más inquietante para esas élites era que reconocer la exclusión implicaba abrir paso a la construcción de una memoria que denunciaba su negligencia —en el mejor de los casos— o sus atrocidades —en el peor—, las cuales perpetuaron la exclusión de fuerzas políticas y sociales.

Aceptar la naturaleza política del conflicto desnuda la responsabilidad de las élites colombianas en el crecimiento y legitimación de fuerzas paramilitares, que en treinta años se convirtieron en el principal actor victimizante del conflicto, responsables de cientos de masacres, desapariciones y violaciones de derechos humanos. También revela el patrocinio de líderes políticos y grupos económicos al paramilitarismo, con el objetivo de acaparar tierras mediante el despojo masivo o de consolidar su poder local y nacional.

Por eso se entiende el rechazo de partidos como el Centro Democrático, encabezado por el expresidente Uribe, cuando figuras como Rodrigo Londoño, Pastor Alape, Julián Gallo y Luis Albán comenzaron a aparecer en tarimas en distintas regiones del país, pidiendo perdón a las víctimas, ofreciendo verdad y participando en actos de reconciliación. Abrir un diálogo de memoria hace inminente destapar la verdad completa de un conflicto complejo, lleno de motivaciones políticas y con numerosos responsables, que van más allá de las guerrillas o de algunos líderes paramilitares.

Ese mismo malestar surge hoy con la participación de Salvatore Mancuso y otros líderes paramilitares en los escenarios de reconciliación. Para una sociedad colombiana, atrapada en su espíritu santanderista y en su incapacidad de enfrentar verdades, resulta menos traumático aferrarse al relato de los “bandoleros”, que actuaban sin más razón que su propia codicia. Es más doloroso reconocer que esos líderes conformaron estructuras de violencia y terror con el beneplácito y patrocinio de grandes grupos económicos y líderes políticos cuya influencia llegaba hasta la misma Casa de Nariño.

Por más doloroso que sea, este país debe reescribir su historia y contradecir narrativas. No basta con firmar acuerdos o desarmar a los actores armados. Si la sociedad no reconoce que la falta de garantías políticas, la desigualdad en el acceso a la tierra y la falta de oportunidades son las causas estructurales del conflicto, la espiral de violencia no cesará. En 2012, la decisión de buscar una salida negociada nos dio la oportunidad de superar la narrativa que intenta borrar parte de la historia y, con ello, las responsabilidades de varios poderosos en las atrocidades de este largo conflicto. Nunca es tarde para darle paso a esa oportunidad.