Manuela Casanova
Desde sus primeras oleadas, el feminismo ha sido visto por muchos hombres no solo como un desafío, sino como un ataque a las estructuras que sostienen su poder. Las instituciones patriarcales —familia, trabajo, política— están diseñadas para favorecer la dominación masculina. El feminismo, al cuestionar esas jerarquías y exigir una reconfiguración total, ha sacudido estas estructuras. Para muchos hombres, la idea de compartir espacios de poder resulta incómoda, porque les obliga a reconocer que los privilegios que han gozado son impuestos. Este choque entre el feminismo y el patriarcado ha generado resistencia, donde la amenaza se siente no solo en lo personal, sino en lo sistémico.
Los avances feministas se sienten disruptivos y radicales porque atacan la raíz de la estructura patriarcal. Aceptar que las mujeres merecen los mismos derechos y puestos de poder implica desmantelar dinámicas profundamente arraigadas y admitir que el sistema que han defendido es opresor. Para muchos hombres, esto afecta su identidad personal y la narrativa de verse como protectores y “los buenos”.
El patriarcado ha encontrado la forma de reconfigurarse para adaptarse a los tiempos. Esto se refleja en movimientos contemporáneos como el “Red Pill” o la “manosfera”, en los que los hombres se organizan para defender su masculinidad en peligro. Estos espacios ofrecen una versión modernizada del patriarcado que intenta parecer “progresista” mientras mantiene las dinámicas de dominación. Estas reinvenciones reflejan la resistencia al cambio y la voluntad de encontrar nuevos mecanismos para preservar el control, negándose a la responsabilidad de confrontar el legado del patriarcado.
El feminismo ha dado voz a las mujeres y a otras minorías oprimidas, pero se ha subestimado lo difícil que es enfrentar un sistema tan arraigado en la negación. El patriarcado se cimenta en la idea de que no necesita cambiar, porque ha sido legitimado como “natural”. Para los hombres, reconocer que el sistema es defectuoso se percibe como una amenaza existencial.
Algunos hombres, especialmente aquellos que se consideran “bien intencionados”, creen que el feminismo los señala injustamente. Piensan que su comportamiento no debería ser cuestionado porque no se perciben como opresores directos. Esta postura refleja una incomprensión de cómo el patriarcado opera a niveles estructurales beneficiando incluso a quienes actúan “de buena fe”. Así, se ven como víctimas de los cambios sociales, convencidos de que el feminismo les está privando de algo, cuando realmente se piden ajustes en privilegios que nunca debieron existir.
Aquí entra en juego el “nice guy syndrome“, donde algunos hombres creen que ser amables les da derecho a recompensas sexuales. Esta mentalidad refleja un sentido de derecho sobre el cuerpo de las mujeres, como si la decencia fuese una transacción que otorga beneficios, en lugar de una norma básica de respeto mutuo. Para muchos hombres, ser una “buena persona” sigue girando en torno a sus propios deseos, en lugar de un compromiso genuino con la igualdad.
A medida que el feminismo avanza, el patriarcado encuentra una amenaza en estas exigencias que buscaban un reconocimiento pleno en todas las esferas de la vida. La lucha feminista no se limita a la igualdad superficial, sino que reclama el reconocimiento del trabajo doméstico como no remunerado y la libertad de decidir. Estas demandas ponen en cuestión las bases estructurales del sistema patriarcal. Para muchas personas, esto representa una amenaza, ya que desafía los roles tradicionales que han sostenido a los hombres en jerarquía.
Para mantener el control, el patriarcado ha elaborado una nueva versión de la masculinidad, mezclando la retórica de valores tradicionales con una versión distorsionada del estoicismo. Esta ideología promueve que los hombres deben ser fuertes, disciplinados y emocionalmente contenidos, ofreciendo soluciones superficiales a problemas que ellos mismos han creado. Estas falsas soluciones ignoran problemas estructurales de fondo, perpetuando una versión tóxica de la masculinidad.
La noción de que la productividad y la disciplina son soluciones a la crisis masculina es problemática. En lugar de cuestionar por qué los hombres sienten un vacío, se les empuja a llenarlo con trabajo y éxito económico, perpetuando la idea de que el valor de una persona está determinado por su capacidad de generar dinero. Esta herencia del capitalismo mide el valor humano en términos de ganancia, ignorando dimensiones emocionales. Y, por supuesto, siempre está la recomendación de que una buena sesión de gimnasio es la solución mágica a cualquier problema emocional. Tal vez un poco más de cardio para sudar las inseguridades.
Este estereotipo de “macho alfa” que enseña a los hombres que deben ser duros e insensibles, causa daños profundos. No solo perpetúa la desconexión emocional de los hombres, sino que les impide formar redes de apoyo o buscar ayuda. La idea de que “los hombres no lloran” ha contribuido a las altas tasas de suicidio en hombres y a una crisis emocional ignorada. Además, esta expectativa de dureza dificulta que los hombres se sientan capaces de denunciar acoso o abuso. El miedo a ser juzgados por mostrar vulnerabilidad hace que muchos permanezcan en silencio. Se necesita una visión de la masculinidad que valore la vulnerabilidad y la capacidad de formar conexiones, creando espacios seguros para que los hombres expresen sus emociones.
No se trata de silenciar a los hombres, sino de animarles a redefinir lo que significa ser hombre. La verdadera valentía no radica en la fuerza física o la productividad, sino en la capacidad de ser sensibles, formar comunidades de apoyo y cuestionar las normas impuestas. Solo cuando los hombres comienzan a desmantelar el patriarcado desde adentro se liberan de sus cadenas y construyen relaciones más justas, tanto con las mujeres como entre ellos mismos.