¿Por qué las abejas latinas son (somos) anarquistas?

Hace unos días tuve una cercanía mágica que, como estudiante de derecho o politología, no suelo experimentar. Me detuve en Barichara para aprender sobre el reino animal. Como suele pasar, pensé que los conceptos asociados a los cursos de ciencias naturales en el colegio eran obvios para mí.

Resultó que no. No solo había olvidado por qué el rol de las abejas en los ecosistemas es vital, sino que la abeja que tenía en mente al pensar en esta especie es, en realidad, una abeja invasora traída por los colonos. Traduciendo, más o menos, lo que me explicó mi guía: las abejas son esenciales para la reproducción de las plantas, ya que transportan el material genético que permite su reproducción. En sus cuerpos se adhiere el polen –la célula sexual masculina de las plantas–, que luego es depositado en los órganos sexuales femeninos de otras plantas mientras buscan néctar. Y después, preguntó qué creíamos que pasaba con el néctar y cómo las abejas lo convertían en miel.

Obstinadamente, respondí que iban a sus casas hexagonales, esas a las que pensamos cuando decimos panal. Esas a las que usualmente tememos. Me detuvo y me señaló que la abeja en la que estaba pensando no es la más común en la región. Esa abeja de cuerpo amarillo y rayado, con aguijón, es una especie invasora traída con la colonización. Me explicó que las abejas endémicas del trópico –o, como vulgarmente las recuerdo, las abejas latinas– no tienen casas hexagonales ni abejas reinas. Son, más bien, abejas anarquistas. Me reí. ¿Qué coincidencia, no? Las abejas de la colonización, monárquicas. Las abejas endémicas de nuestro trópico, anárquicas. Sí, las abejas tienen diferentes sistemas políticos, sistemas que se adaptan a sus condiciones vitales y materiales. No resulta extraño, entonces, que la democracia hegemónica tampoco sea endémica y pareciera no funcionar en la región.

Pensaba en esa abeja, en esa abeja latina, nuestra, olvidada.

También pensé en el poco espacio que los rezagos de la colonia nos dejaron para concebir un sistema político más allá del importado, como la abeja amarilla de rayas negras. Y cómo esto implica que quienes critican la democracia o la institucionalidad terminan arrinconados, como las otras abejas.

Quizá las abejas latinas se desapegan de un sistema de poder vertical porque la diversidad de su condición social no se lo permite. La vida de las abejas latinas está marcada por una libertad y horizontalidad que no se encuentra en las colonias de sus contrapartes invasoras, esas de jerarquías fijas, obediencia ciega y una reina que dicta la existencia de cada miembro. Las abejas nativas de nuestros trópicos, en cambio, operan sin liderazgos permanentes; su organización se adapta a los recursos de su entorno cambiante, a la dinámica compleja de su hábitat. Son nómadas cuando es necesario, y la abundancia y la escasez dictan sus reglas. No obedecen a un centro autoritario, sino a una red interdependiente, frágil y versátil.

Este espíritu nómada y adaptable parece formar parte de nuestra identidad latinoamericana. La burocracia centralizada, las jerarquías rígidas y la supremacía de unos pocos son conceptos que nos resultan extraños e ineficaces en una región tan diversa y cambiante. Y

este parece ser el nexo inevitable en una región donde la democracia inducida está en crisis –¿o siempre lo ha estado?–. Y cuando hablo de crisis, no me refiero solo a la toma de la extrema derecha del poder, sino a una imposibilidad de compatibilizar nuestras formas de gobierno con nuestras condiciones vitales y materiales. Esa eterna sensación de “jugar como nunca y perder como siempre”. Votamos como nunca y perdimos como siempre.

¿Qué ocurriría si, como ellas, pudiéramos adoptar sistemas de convivencia y cooperación que emergieran de nuestra diversidad, más allá del líder político mesiánico, de una abeja reina?

De algún modo, estas abejas nos invitan a imaginar sistemas sin monarcas ni reinas, a pensar en un orden nacido de la interacción y la coexistencia con el entorno. Nos incitan a cuestionarnos: si los sistemas políticos son reflejo de las condiciones materiales y culturales, ¿qué implicaciones tiene vivir bajo un sistema ajeno a nuestra esencia, uno que nunca fue concebido para nuestras circunstancias?