Por: Nicolás León
Vivimos en un mundo dónde cada vez queremos, necesitamos y nos obliga ir más rápido — es irónico criticar esto porque tengo delirios de runner —. Por el afán de ser productivos, eficaces y útiles para este sistema nos vimos en la obligación de adaptarnos a los cambios rápidamente, no aferrarnos a nada y considerar al ocio y a la pasividad como acción-actitud casi criminales. Sentimos culpa por hacer alguna actividad que consideramos improductiva. La solución, para alivianar esa culpa, es vivir velozmente, mantenernos ocupados y servirle al sistema.
El filósofo gringo Ralph Waldo escribió en Prudence “Cuando patinamos sobre hielo
quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad” Por obvias razones, con esta misma cita inicia Bauman Vida Líquida. Aunque Waldo escribió en el siglo XIX, considero que esta frase, y las ideas del polaco, me podría servir para explicar mi punto. En la vida moderna, como en el patinaje sobre hielo parece ser que la única manera de mantenernos a salvo es si vamos lo suficientemente rápido. De lo contrario, en ambas situaciones, de quedarnos quietos o con el simple hecho de ir lento, terminaríamos cayendo. Pero bien ¿qué es vivir rápido? Bauman escribiría algo así como que “La velocidad, y no la duración, es lo que importa. A la velocidad correcta, es posible consumir toda la eternidad dentro del presente continuo de la vida terrenal.” Vivimos en una forma de existencia acelerada, el tiempo se convierte en un bien escaso e intercambiable en el mercado. Nos volvemos I) multitareas, solemos tener la tendencia a mantenernos ocupados en varias actividades a la vez. II) Solo encontramos satisfacción cuando
la retribución de lo que hacemos se da de manera inmediata. La suma de esto, III) se traduce en la pérdida en una pérdida de la experiencia del día, dejamos de tener tiempo para apreciar con algo de profundidad lo que nos rodea. Nos basta con leer el resumen de un libro y saltarnos la experiencia de leerlo, nos quedamos con el titular de la noticia porque no hay tiempo para revisar su contenido, normalizamos el caos que nos rodea porque pensar en soluciones puede ser poco productivo.
Por su parte, no deja de ser interesante el argumento de Byung-Chul Han en La sociedad
del cansancio en el que plantea esta transición de una sociedad de vigilancia/panóptica a una
sociedad de rendimiento/post-panótica. En esencia, si cambia una sociedad es porque también hubo un cambio en quienes la componen, los sujetos, las intenciones sociales y sus paradigmas. Las sociedades de vigilancia eran definidas por la negatividad de la prohibición. Se regían por el << no poder >>. Ahora, en las sociedades del rendimiento hay un cambio en la dialéctica y se desmorona esta negatividad y se reemplaza por el verbo positivo << poder>>. En otras palabras, pasamos del papá autoritario que nos decía “tu no puedes”, al gurú de redes sociales que maneja un Lambo — alquilado — y vende cursos en los que nos dice “tu todo lo puedes”. Vale aclarar que con lo anterior no pretendo decir que la búsqueda de la productividad es invento exclusivo de la modernidad. Por el contrario, recalco que el paradigma del <> presentaba límites explícitos a la productividad. Es por eso, que el nuevo positivismo sobre el verbo poder es mucho más eficiente. Por el sujeto del rendimiento es más rápido y eficiente.
Hasta el amor lo queremos vivir en X2 de velocidad. O bueno, al menos eso fue lo que
me pasó a mí — no sé si por ser centennial o por idiota (tal vez una conlleva a la otra). En medio de la búsqueda de la inmediatez, y bombardeados por la industria hollywoodense del amor, creemos, tal vez equivocadamente, que el amor tiene que ser instantáneo, perfecto y sin esfuerzo. Nos obsesionamos con conexiones rápidas y gratificaciones inmediatas, ignorando que algo tan complejo como la búsqueda del amor —no de la persona, sino del amor verdadero— requiere
tiempo, paciencia y profundidad. Ahora, en retrospectiva, pienso que en una sociedad que valora la rapidez y la superficialidad, amar de verdad puede ser un acto de rebeldía pura. Optar por la lentitud, por la construcción paciente de vínculos reales, sólidos —no líquidos—, se convierte en un reto casi contracultural en estos tiempos. Buscamos en las redes sociales lo que solo puede surgir en el terreno de la vida real, donde el tiempo, la vulnerabilidad y la intimidad son ingredientes indispensables.
El ocio también es revolucionario, apreciar con profundidad la vida cotidiana es antisistema y el amar lento es rebeldía. La condición humana no se puede reducir a nuestra capacidad de producción. Somos más que meros animales trabajadores. Repensar los dogmas y dinámicas sociales es un deber con nuestra especie. Necesitamos espacios públicos dónde colectivamente se pueda ejercer el ocio.